La espiritualidad, en muchas ocasiones, se ha entendido como todo aquello que es opuesto a la carne o a la materia. Esta visión, profundamente influida por el pensamiento platónico, ha permeado nuestras sociedades occidentales. Sin embargo, esta perspectiva ha llevado con frecuencia a que la espiritualidad se convierta en un refugio o una vía de escape del mundo material. Se establece así una polarización entre carne y espíritu, como si fueran realidades enemigas, desconectadas y sin punto de encuentro.
Frente a esta visión dualista, es urgente recuperar una comprensión más holística de la espiritualidad, una que reconozca la unidad profunda entre cuerpo y espíritu, entre lo material y lo trascendente. Una espiritualidad que abrace la vida concreta, que se encarne en las relaciones, en el cuidado de la tierra y en la justicia, y que no se limite a lo invisible, sino que lo entrelace con lo visible. Esta integración nos invita a vivir la fe como una fuerza que transforma tanto nuestro interior como el mundo que habitamos. Como bien lo expresa Pedro Casaldaliga,
“El espíritu no es otra vida, sino lo mejor de la vida, lo que le hace ser lo que es, dándole claridad y vigor, sosteniéndola e impulsándola”.1
Cuando la fe cierra los ojos
Existe una forma de fe que prefiere mantener los ojos cerrados. Es aquella que se acomoda en rituales y discursos que evitan el contacto con las heridas del mundo. Ora, pero para no escuchar el clamor ajeno; medita, pero para aislarse del dolor colectivo. Esta espiritualidad se reviste de piedad mientras levanta murallas para no verse interpelada por la injusticia. Se convierte en un refugio que protege de la incomodidad, pero también de la verdad. Es una fe que confunde la paz con la indiferencia, y la pureza con la desconexión, olvidando que el Evangelio es una buena noticia para los pobres y un desafío para los cómodos.
Jesús mismo denunció esta actitud en los líderes religiosos de su tiempo, que cuidaban las apariencias pero descuidaban “lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad” (Mateo 23:23). Cerrar los ojos es, en el fondo, cerrar el corazón.
La mística que abre los ojos
En contraposición, hay una espiritualidad que no huye ni se esconde, sino que permanece despierta ante la realidad. Es una fe que se atreve a mirar el dolor y la injusticia, que se deja incomodar por las historias de los otros, y que entiende la oración como un acto de memoria y compromiso. Como escribió Johann Baptist Metz, se trata de
“una mística que deja que Dios sea Dios, y que, al mismo tiempo, mantiene los ojos abiertos ante el sufrimiento ajeno”.2
Esta mística abraza la tierra y a las personas, integrando lo divino con lo humano, lo sagrado con lo cotidiano, y convirtiendo la contemplación en impulso para la acción. Pedro Casaldáliga lo expresó así:
“La espiritualidad de la liberación no es, de ninguna manera, una espiritualidad teórica… sino la espiritualidad que desborda de una práctica llena de Vida, de Amor, de Lucha por la Causa de Jesús y su Utopía: el Reino”.3
Oración y acción
Paul Tillich recordaba que
“quien reza con fervor tiene conciencia de su propia situación y la de su vecino, pero la contempla bajo la influencia de la presencia espiritual y la luz de la dirección divina de los procesos vitales”.4
Orar con los ojos abiertos es, entonces, permitir que el Espíritu ponga su voz en nuestro silencio, y que ese silencio iluminado nos devuelva a la historia con un compromiso más profundo.
En la Escritura, la oración y la acción son inseparables: Isaías clama contra el ayuno que no rompe las cadenas de injusticia (Isaías 58:6-7), y Santiago afirma que la fe sin obras está muerta (Santiago 2:17). La oración así entendida no es un acto aislado del hacer, ni la acción una sustitución de la oración. Son dos movimientos que se nutren mutuamente: la acción mantiene viva la oración al confrontarnos con la realidad, y la oración da sentido y dirección a la acción, evitando que se pierda en la dispersión o el activismo vacío.
Orar es ver, y ver es actuar; actuar es responder a lo visto con manos y pies dispuestos, y orar de nuevo para sostener ese compromiso.
Conclusión
La espiritualidad activa y encarnada no teme a la materia ni al cuerpo, porque reconoce que allí también se manifiesta lo divino. Es una fe que mira y actúa, que ora y se mueve, que no se esconde tras los muros del templo, sino que sale a las calles con las manos abiertas y los ojos despiertos. Vivir esta fe es aceptar que cada “Amén” sea también una promesa de no olvidar, de no callar y de no dejar de amar.
Es caminar con los ojos abiertos aunque duela la luz, escuchar las heridas aunque incomode el silencio, y extender las manos aunque implique ensuciarse. Es confiar en que Dios habita en la historia, y que cada gesto de justicia y compasión es ya una oración viva que sube como incienso ante Él.
Fuentes:
- Pedro Casaldáliga y José Ma Vigil, Espiritualidad de la liberación, Presencia teológica 71 (Sal Terrae, 1992), 24. ↩︎
- Johann Baptist Metz, Por Una Mística de Ojos Abiertos: Cuando Irrumpe La Espiritualidad (Herder Editorial, 2013). ↩︎
- Casaldáliga y Vigil, Espiritualidad de la liberación ↩︎
- Paul Tillich, Teología Sistemática: La vida y el espíritu, la historia y el reino de Dios, III (Sígueme, 2012), 146. ↩︎