Jesus en el templo
reflexiones

Donde se vende a Dios, se pierde la fe

Existen pasajes de los evangelios que se vuelven tan conocidos que terminan domesticados. Los repetimos, los decoramos, los convertimos en moralejas. Pero su potencia crítica se pierde entre tanta familiaridad. El relato de Juan 2:13–22, donde Jesús expulsa a los mercaderes del templo, es uno de esos textos: tan escuchado, tan explicado… que a veces olvidamos que es una denuncia directa al corazón de la religión.

El negocio de lo sagrado

El evangelio nos sitúa en Jerusalén, durante la Pascua. Era la fiesta que conmemoraba la liberación del pueblo de la esclavitud egipcia; una celebración de la gratuidad de Dios frente a los sistemas opresores.
Y, sin embargo, lo que Jesús encuentra en el templo está lejos de ser una conmemoración de la libertad. El espacio que debía recordar la acción liberadora de Dios se había convertido en una feria de intereses religiosos.

El problema no era simplemente que se vendieran animales. El problema era la estructura económica del culto. Los líderes religiosos habían convertido la fe en un negocio legítimo: ofrecían los mismos animales que luego serían sacrificados, manipulaban las monedas “aptas” para el templo, y lucían como intermediarios indispensables entre el pueblo y Dios. El resultado era predecible: el acceso a lo sagrado se volvió un privilegio. Solo quien podía pagar tenía derecho a ofrecer sacrificio; solo quien tenía poder podía acercarse.

La escena es una ironía amarga: la fiesta de la libertad se celebra bajo un sistema de esclavitud. La Pascua había dejado de ser una memoria de liberación para convertirse en una máquina de exclusión. Y Jesús no puede quedarse callado. Su ira no es la del fanático que defiende un templo, sino la del profeta que denuncia un sistema que hace inaccesible a Dios. Su gesto es un grito contra toda religión que cobra por el acceso al misterio.

El fin del templo

Los líderes le exigen explicaciones: ¿con qué autoridad haces esto? Y Jesús responde con una frase que suena como amenaza y promesa a la vez:

“Destruyan este templo, y en tres días lo levantaré.”

El evangelista aclara que hablaba del templo de su cuerpo, y con eso introduce una de las ideas más radicales del Evangelio de Juan: Dios ya no habita en estructuras religiosas, sino en la persona viva de Jesús. El nuevo templo no es un edificio, ni una institución, ni una liturgia. Es un cuerpo humano. Es el cuerpo de Jesús —vulnerable, transgresor, crucificado— el que reemplaza al templo de piedra.

Juan no solo está reinterpretando la fe antigua; está desmantelando la idea misma de que Dios necesite mediadores institucionales. El templo, como todo sistema religioso, puede corromperse; el cuerpo, en cambio, puede resucitar. El centro ya no está en Jerusalén, sino en la carne y la historia de las personas.

Jesús en el centro (y no nosotros)

Poner a Jesús en el centro no es un eslogan piadoso. Es una declaración política. Significa desplazar del centro todo aquello que se disfraza de sagrado para conservar poder: templos, jerarquías, doctrinas, dogmas, incluso las formas más sofisticadas de religiosidad moderna. Significa recordar que Jesús nunca fundó una religión, sino un movimiento de liberación, de acceso directo a Dios sin mediaciones. Un movimiento que no excluía a nadie: ni a mujeres, ni a niños, ni a enfermos, ni a los “pecadores profesionales” de su tiempo.

Jesús no purifica el templo para volverlo funcional; lo desmantela simbólicamente.
Su gesto es una ruptura: el fin del monopolio de lo divino.
El anuncio de que Dios no se vende ni se alquila.
Que la presencia de Dios ya no se administra, sino que se encarna.

El templo que somos

La escena termina con una frase que resume toda la teología joánica:

“Cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos recordaron lo que había dicho.”

Solo después de la resurrección comprendieron que el nuevo templo era su cuerpo, y por extensión, el cuerpo de toda comunidad que vive desde el amor gratuito de Dios. Ahí donde alguien se levanta contra la injusticia, ahí donde alguien se entrega por amor, ahí vuelve a levantarse el templo. La pregunta, entonces, no es si seguimos creyendo en Dios, sino en qué tipo de templo lo hemos encerrado. Porque cada vez que la fe se convierte en mercancía, en espectáculo o en poder, volvemos a vender lo que Jesús vino a liberar. Y cada vez que abrimos espacio para la gratuidad, la ternura y la justicia, Dios reconstruye su templo en medio de nosotros.

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