Una lectura bíblica y crítica sobre el consumo y la acumulación
Hay algo que suele incomodarnos más que otros temas: cuando alguien toca nuestras posesiones. Hablar de generosidad, de compartir lo que tenemos, puede hacernos sentir atacados. Surge la pregunta: ¿Por qué habría de compartir lo que yo me he ganado? Pero a veces, esa resistencia no es del todo nuestra: es la cultura de consumo hablando por nosotros.
Esa cultura no surgió de la nada. Fue construida por grandes corporaciones que aprendieron a crear necesidades artificiales para sostener un modelo de acumulación sin límites. Nos enseñaron que nunca es suficiente: si ya tienes ropa, necesitas más; si tienes un auto, podrías tener dos, o comprar el auto del año. El objetivo no es que vivas bien, sino que nunca dejes de comprar. La regla básica del mercado es clara: si no hay necesidad, no hay venta. Una cultura que nos ha obligado a definirnos por cuánto poseemos o cuánto podemos poseer. La frase que resuena en nuestra sociedad es: Dime qué smartphone tienes y te diré quién eres.
1. El espejismo del consumo
Como señala el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, esta lógica nos arrastra a una autoexplotación disfrazada de libertad: producimos sin descanso, consumimos sin sentido, y perseguimos en lo material una satisfacción que siempre se nos escapa. Pero al final, todo esto es hebel (הֶבֶל) (como lo nombra el sabio en Eclesiastés 1:2): vanidad, vapor, humo que parece sólido pero se desvanece entre los dedos. Una promesa de plenitud que se disipa justo cuando creemos haberla alcanzado.
Y mientras nos convencen de necesitar más, el mundo se vuelve cada vez más desigual. Según los datos de importantes medios, el 1% más rico del planeta ha acaparado dos terceras partes de las riqueza generada desde 2020, mientras millones apenas tienen qué comer. Esta disparidad no es una exageración: es una herida abierta que se agranda cada día. No es sólo un problema económico, es profundamente espiritual.
2. Acumular hasta perder el alma
Jesús no ignoró esta realidad. Cuando dos hermanos se le acercan peleando por una herencia (como suele pasar aún en nuestras familias durante las fiestas), Jesús no interviene como árbitro, sino que responde con una parábola: la historia de un hombre que había acumulado tanto para sí mismo que ya no tenía dónde guardar más. Pero esa misma noche, murió. Y con él, todo lo acumulado perdió sentido. Había ganado el mundo, pero perdido su alma (Lucas 12:13–21).
Pero qué significa perder el alma, va mucho más allá de un termino espiritual y platonizado. Es mucho más profundo. Es romper con aquello que nos hace humanos: la capacidad de vivir en comunión, de confiar, de compartir. En el relato del Edén, el ser humano no necesitaba acumular, porque todo estaba disponible. En el desierto, el pueblo de Israel recibía maná cada día, y nadie guardaba para el día siguiente, porque confiaban en que Dios volvería a proveer (Éxodo 16:18).
3. El Reino: pan compartido, vida en común
La iglesia naciente del primer siglo encarnó esta lógica del Reino: “Todos los creyentes estaban juntos y lo compartían todo… No había entre ellos ningún necesitado” (Hechos 2:44–45; 4:32–35). El plan de Dios no ha sido nunca que acumulemos por miedo, sino que vivamos con la certeza de que no nos faltará. Por eso Jesús nos enseñó a orar: “Danos hoy el pan de cada día” (Mateo 6:11), no el de los próximos diez años.
Una vida basada en el consumo desmedido contradice profundamente la lógica del Reino de Dios. Acaparar recursos sin necesidad nos aleja del otro, del tú, del nosotros. Nos encierra en el yo. Y allí, el alma se encoge. Como advierte Jesús: “Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mateo 6:21).
Al hablar de esto, muchos se incomodan y otros nos etiquetan de comunistas o socialistas. Pero el mensaje de Jesús va más allá de cualquier ideología política: es profundamente humano y profundamente divino. Busca que nadie padezca hambre, frío ni sed. Nos invita a vivir con manos abiertas, administrando con sabiduría lo que hemos recibido (mucho o poco) y compartiéndolo con quienes lo necesitan.
Hoy el Evangelio nos deja preguntas que no podemos evadir: ¿Soy buen administrador de lo que Dios me ha dado? ¿Vivo con una actitud generosa o acaparadora? ¿Reflejo el corazón del Reino o la ansiedad del mercado?