reflexiones

La ceguera de la certeza y el milagro de mirar de nuevo

Seguir a Jesús no es una invitación a una vida cómoda ni a verdades fáciles. Al contrario, es un llamado profundo a confrontarnos con la realidad dolorosa que preferimos evitar, con las heridas del mundo que preferimos ignorar. En los evangelios vemos a Jesús acercarse constantemente a los olvidados, los marginados, los heridos por la sociedad y por las instituciones religiosas. El relato del ciego de nacimiento en el evangelio de Juan (Jn 9, 1-38) es un claro ejemplo de ello.

Aquel hombre ciego no sufría solo por no poder ver, sufría además por el juicio social y religioso que lo señalaba como pecador. Era víctima de una doble marginación: excluido por su condición física y condenado por un sistema religioso incapaz de reconocer en él la dignidad humana. La acción sanadora de Jesús no se limita a devolverle la vista física; más profundamente, lo libera de la opresión social y religiosa, restaurando su dignidad integral.

Este acto no es solo milagroso, es pedagógico: pasar de la ceguera a la visión simboliza nuestro propio camino desde la indiferencia a la compasión auténtica, desde la incredulidad a la fe comprometida. Jesús, con un gesto cargado de simbolismo –mezclando saliva, símbolo popular de curación, con el agua de la piscina de Siloé, “el Enviado”– revela que Él mismo es la fuente última y verdadera de toda transformación profunda.

Pero el evangelio también muestra la trágica paradoja de los fariseos, quienes creen ver, pero son profundamente ciegos. Su obsesión por la ley y sus tradiciones religiosas los vuelve insensibles frente al sufrimiento humano. Han olvidado que el sábado fue creado para el ser humano, no al revés. La ley, cuando pierde de vista la dignidad humana, se convierte en un instrumento de opresión. Es entonces cuando Jesús, el Enviado, rompe paradigmas, desafía estructuras y pone en riesgo su propia vida para liberarnos.

Hoy, si decimos seguirle, debemos preguntarnos con honestidad: ¿Estamos realmente dispuestos a mirar? ¿Estamos listos para contemplar en profundidad las heridas del otro, las heridas del mundo, las heridas que tal vez nosotros mismos hemos contribuido a mantener abiertas? Jesús nos muestra que la auténtica espiritualidad no es aquella que se refugia en rituales vacíos o doctrinas rígidas, sino aquella que se atreve a enfrentar la incomodidad del sufrimiento ajeno con acciones concretas de misericordia.

Jesús no abre solo los ojos físicos del ciego, abre el corazón dormido de quienes nos resistimos a reconocer su presencia en los olvidados. El discípulo verdadero es aquel que, al contemplar la cruz, reconoce la dignidad sagrada escondida en el dolor y decide vivir desde la compasión radical. Porque solo en la compasión, se ilumina verdaderamente nuestra fe. Solo cuando el corazón humano se atreve a latir al ritmo del dolor ajeno, nuestra mirada se vuelve clara, transparente, divina.

Así, en silencio y en poesía, la compasión es luz que se asoma en medio de toda sombra. En la compasión, Dios susurra, Dios sana, Dios llama, y la fe deja de ser teoría para convertirse en el suave milagro de la vida tocando vida, del amor tocando heridas, de Dios tocando el alma.

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