Mateo 16:13-19
“Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.”
—Mateo 16:16
Nos encontramos frente a uno de los textos más citados por la tradición cristiana para hablar de autoridad, jerarquía y legitimidad. Y, sin embargo, la verdadera potencia de esta escena no está en la institucionalización del mensaje, sino en lo que la confesión de Pedro revela: que Dios se da a conocer en Jesús, no como poder que domina, sino como presencia que transforma.
La revelación no es conquista, es don
Jesús no hace propaganda ni exige credenciales. Pregunta. Deja que surja, desde el fondo del corazón, una intuición cargada de misterio:
“¿Y ustedes, quién dicen que soy yo?”
Pedro responde no con un dogma aprendido, sino con una experiencia. No repite un tratado teológico, sino que confiesa lo que ha intuido en su caminar con Jesús. Esta es la clave: la revelación no es el resultado de una lógica doctrinal ni de una serie de requisitos cumplidos, sino del don gratuito de un Dios que se deja ver en el caminar cotidiano.
Caer en la cuenta de esa presencia, como bien dice Andrés Torres Queiruga,
“no es descubrir un espacio neutro que el sujeto explora por propia iniciativa; al contrario, es sentirse llamado, interpelado, llevado siempre más allá de sí mismo por caminos nunca antes sospechados, que un amor libre y gratuito va trazando y señalando.”1
La revelación, entonces, no es un privilegio reservado a unos cuantos elegidos, sino un movimiento de gracia que nos descoloca, que rompe nuestros esquemas y nos llama a mirar la vida —y a Dios— con otros ojos.
¿Edificar la Iglesia o construir el Reino?
Jesús le dice a Pedro:
“Sobre esta piedra edificaré mi iglesia.”
Durante siglos, esta frase ha sido usada como justificación de jerarquías eclesiásticas, como piedra angular de sistemas de poder. Pero ¿y si Jesús no se refería a una estructura institucional, sino a una comunidad viva de discípulos y discípulas que confiesan —con la vida— que el Mesías está entre los pobres, los frágiles, los crucificados del mundo?
En este texto no se eleva el poder, ni se exalta la figura de un monarca como intocable, se anuncia el Reino. La piedra no es Pedro como individuo o autoridad, sino la confesión que brota de la experiencia transformadora de un Dios que no habita en los templos de piedra, sino en el amor gratuito.
La iglesia no se edifica sobre títulos, sino sobre revelaciones que incomodan y transforman.
Las llaves del Reino: ¿para atar o para liberar?
Jesús promete a Pedro las llaves del Reino. Pero el Reino de Dios no se encierra, se comparte. No se limita, se multiplica. La verdadera autoridad que da Jesús no es para custodiar privilegios, sino para abrir puertas, para desatar lo que las religiones a veces han atado: la dignidad, la libertad, la gracia.
Cuando la Iglesia olvida esto, corre el riesgo de convertirse en el obstáculo que Jesús reprende justo después:
“¡Apártate de mí, Satanás! Porque no piensas en las cosas de Dios, sino en las de los hombres.” (Mt 16:23)
Pedro, como todos nosotros, se siente tentado a domesticar a Jesús, a hacerlo encajar en sus propios esquemas de poder y gloria. Pero Jesús rompe todos los moldes. No se deja usar para legitimar ideologías ni sistemas de control.
¿Quién dice la Iglesia que es Jesús hoy?
Esta sigue siendo la gran pregunta. Porque si seguimos confesando que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente, no podemos seguir reduciendo su mensaje a un moralismo estrecho, a una salvación individualista, o a una doctrina incuestionable. Jesús es el Cristo que carga la cruz, que se identifica con las víctimas, que rompe las cadenas del miedo religioso.
La Iglesia está llamada a ser la comunidad de quienes reconocen esta revelación incómoda, y se dejan transformar por ella. No la que impone, sino la que sirve. No la que excluye, sino la que abraza. No la que teme al mundo, sino la que lo ama con compasión.
- Andrés Torres Queiruga, Repensar la revelación: la revelación divina en la realización humana (Madrid: Trotta, 2008), 261. ↩︎