Hoy se celebra el día de Pentecostés, también llamado la quincuagésima: el día número cincuenta después de la Pascua. Se conmemora el día en que los apóstoles recibieron aquel que Jesús prometió que les daría consuelo. Pero el Espíritu no solo consuela, también incomoda, No llega solo a dar paz interior, sino a brindar fuerza, empuje, disposición para continuar con una tarea inconclusa: la obra de Jesús en el mundo.
Tanto Lucas como Juan son claros al narrar la llegada del Espíritu. Lucas lo hace en los Hechos de los Apóstoles; Juan, en el capítulo 20 de su evangelio. En ambos relatos, el Espíritu no produce éxtasis individual, sino transformación orientada hacia lo comunitario. No se trata de una experiencia privada, sino de una irrupción que desestabiliza, que saca del encierro, que empuja hacia los otros.
El Espíritu de Dios
El Espíritu ha sido llamado de muchas formas. En el mundo griego, pneuma: aliento, respiración, viento. En el texto de Juan 20:22, es este el término que se utiliza cuando Jesús sopla sobre los discípulos. Pero en la tradición hebrea, la palabra es otra: Ruah, viento impetuoso, fuerza vital, presencia invisible y poderosa que, desde la antigüedad, simboliza a Dios mismo.
La Ruah aparece desde el inicio del relato bíblico: se mueve sobre las aguas en el caos primordial (Génesis 1:2), da aliento de vida al primer ser humano (Génesis 2:7), sopla con fuerza en el Éxodo abriendo el mar para liberar a un pueblo esclavizado (Éxodo 14:21). Es promesa en Isaías: Ruah que da sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza (Isaías 11:1-2). Y es Ruah de justicia y liberación en Isaías 61: la que unge para anunciar buenas noticias a los pobres, vendar corazones rotos, proclamar libertad a los cautivos.
Este último texto es el mismo texto que Jesús lee en el templo en Lucas 4:18-21, finalizando esta texto con una frase condundete señalando que él mismo era el mesías y la ruah de Dios estaba con él “hoy se cumple esta promesa”.
Nada puede detener el amor
En el relato de Juan, el evangelista nos muestra una escena, los discípulos están encerrados. Tienen miedo. Su maestro ha muerto, su causa parece perdida. No solo cargan el dolor del duelo, también el temor de ser perseguidos. Están paralizados su vida peligraba, seguro los que mataron a Jesús ya los estaban buscando a ellos. Pero en esa escena de encierro, Jesús aparece, sin forzar puertas, traspasa muros, cerraduras y miedos. Y lo que ofrece no es un discurso moralizante, sino de paz.
Nada detuvo a Jesús para hacerse presente frente a los discipulos, la presencia de Dios ante los discipulos significaba que había traspasado dos barreras imposibles: la primera la muerte, la segunda, la cerradura. Richard Rohr lo resume con fuerza en La danza divina: “Nada humano puede detener el flujo del amor divino; no podemos deshacer el patrón eterno ni siquiera por nuestro peor pecado”. Ni la muerte, ni una puerta cerrada, ni el miedo colectivo pudieron detener a Jesús. Tampoco lo hace hoy. El amor no se impone, pero tampoco se detiene. La Ruah llega —inesperada— a decirnos: no temas, estoy contigo.
Jesús, en esa escena, entra en una profunda relación con el Padre y con la ruah de Dios, y esa relación lo constituye como Mesías. Él es la encarnación de Dios entre nosotros: no para ofrecernos una doctrina, sino una forma de vida. Jesús significa a Dios existiendo en medio de nosotros, mostrandonos como vivir, mostrandonos el amor y la compasión que debemos tener con otros, en Jesús vemos que es posible mirar el mundo con los ojos de Dios y transformarlo. Y esa misma Ruah que lo impulsó, ahora la transmite a sus discípulos. No para fundar religiones, sino para continuar el camino.
La Ruah en nosotros y en la comunidad
La Ruah es esa esencia que habita en nosotros desde el inicio. Significa que Dios nunca ha estado ausente: ha respirado con nosotros, ha caminado con nosotros. Pero también significa que muchas veces decidimos ignorarla. Ese rechazo, esa desconexión, es lo que algunas tradiciones llaman pecado: vivir como si Dios no habitara en lo cotidiano.
Relacionarse con la Ruah implica transformación. No en términos de perfección moral, sino de apertura. Escuchar a Dios en el viento, sí, pero también en el dolor de otros, en la injusticia, en el clamor de quien sufre. Ahí se escucha la voz divina que llama a consolar, a abrazar, a sanar y traer esperanza.
Los discípulos, después de recibir la Ruah, ya no pudieron quedarse encerrados. Algo los impulsó a salir, y ese algo fue el amor. Un amor que los llevó a romper barreras: religiosas, culturales, lingüísticas. La Ruah no los hizo más puros ni más santos, los hizo más humanos, los hizo comprender que donde hay movimiento, hay vida.
La ruah es lo que da movimiento, y donde hay movimiento hay vida. La ruah es lo que hace encontrar la palabra de Dios en las escrituras, pero también en la naturaleza y en el rostro de nuestro hermano, para transformar nuestra realidad en la realidad que Dios quiere para nosotros, trayendo libertad al oprimido, esperanza y paz por medio de esta revolución irresistible que llamamos amor.