Hablar de la iglesia en nuestro tiempo puede generar imágenes o percepciones negativas para aquellos que no están relacionados con ella. A menudo se puede escuchar y sentir una gran decepción hacia la religión organizada o hacia aquellos que se autodenominan portadores de las buenas nuevas. Tal vez este sea el problema: las buenas noticias han perdido su brillo y la decepción surge cuando algo que originalmente surgió para ofrecer libertad y esperanza se convierte en símbolo de opresión y malas noticias.
Es entonces cuando debemos retomar los principios que llevaron a los primeros cristianos a formar comunidades que compartían las buenas nuevas. Hablar de iglesia implica hablar de comunidad, de personas que se sienten parte de algo y buscan involucrar a más personas en esa comunidad. Por esta razón, Paul Tillich utiliza el término comunidad espiritual para referirse al cuerpo de Cristo. Él sostiene que la comunidad espiritual no existe como una entidad separada de las iglesias, sino que es su esencia misma.1
De igual manera, el concepto de iglesia puede llevarnos a establecer límites, determinando quiénes están dentro y quiénes no. Sin embargo, al hablar de comunidad espiritual, nos invita a pensar más allá de esos límites, reconociendo que cualquiera que busca y abraza la causa de Jesús es parte de esa comunidad. Como lo expresa Hans Küng, la Iglesia es “la comunidad de aquellos que han abrazado la causa de Cristo Jesús y la testimonian con esperanza para todos”.2 Esto es lo que definía a los primeros cristianos, y podría ser una buena medida para lo que entendemos como comunidad espiritual, Iglesia o cuerpo de Cristo.
Ser parte de la comunidad espiritual implica abrazar la causa de Jesús, la cual se centra en el Reino de Dios. Jesús mismo toma la iniciativa y busca transformar las realidades, estableciendo el Reino de Dios que busca la liberación, la justicia y trae consigo esperanza. Esto fue lo que motivó a los primeros cristianos a identificarse con la causa de Jesús y formar comunidades espirituales que trabajaban por la justicia y la paz, siguiendo el amor enseñado por Jesús, un amor que lo llevó a la cruz.
La iglesia como institución enfrenta grandes desafíos en nuestros tiempos, ya que debe superar su mala reputación y regresar a las causas de Jesús, desligándose de actitudes como el tradicionalismo, el fundamentalismo y el exclusivismo. Como afirma Hans Küng, “La única misión de la Iglesia consistiría hoy en servir a la causa de Jesucristo, o al menos no distorsionarla, sino defenderla en el Espíritu de Cristo dentro de la sociedad actual, dándole la debida importancia y llevándola a cabo en el contexto en el que se desarrolla”.3 En este sentido, la Iglesia tiene la responsabilidad de ser un testimonio vivo de los valores y enseñanzas de Jesucristo en medio de la sociedad contemporánea. Esto implica no solo proclamar el mensaje del amor, la justicia, la misericordia y la reconciliación, sino también vivir de acuerdo con esos principios y buscar su aplicación en todas las esferas de la vida.
La iglesia debe estar comprometida con la transformación social, trabajando por la justicia y el bienestar de los más vulnerables. Debe ser una voz profética que denuncie las injusticias, los abusos y las desigualdades, y que promueva la dignidad y los derechos humanos para todos. Al mismo tiempo, la Iglesia debe ser una comunidad acogedora y compasiva, dispuesta a ofrecer apoyo, consuelo y esperanza a aquellos que sufren y están en necesidad. Debe estar dispuesta a servir a los demás y a trabajar por la reconciliación y la paz, tanto a nivel individual como comunitario.
En este aspecto, podemos responder a la pregunta: ¿Quién es parte de la Iglesia? Pues aquellos comprometidos con la causa de Cristo. Es decir, aquellos que buscan la justicia y el bienestar de los más vulnerables. Quienes alzan la voz para denunciar las desigualdades y los abusos hacia los seres humanos y la creación. En este sentido, podemos recordar y repetir las palabras de Jesús: “Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, hermana y madre” (Mateo 12:50, RVR60).