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Dios que desciende: la kenosis y la salvación sin condena

Cuando pensamos en Dios, la mayoría de las religiones y tradiciones lo imaginan como alguien situado en lo más alto: poderoso, majestuoso, inaccesible. Dios es la cima de la montaña, el rey del trono, el dueño de la última palabra. Sin embargo, los textos que la liturgia propone este domingo —Filipenses 2,6-11 y Juan 3,13-17— nos obligan a replantear estas imágenes.

En lugar de un Dios que acumula poder, encontramos a un Dios que renuncia; en vez de un juez que condena, descubrimos a un Dios que se entrega para salvar. Es ahí donde se manifiesta la antitesis de lo que podía significar Dios, y es ahí mismo donde el cristianismo muestra su grandeza y subversión. Ya no existe el Dios de los cielos, de poder, sino el Dios de renuncia que se hace tan débil y fragil como su misma creación.

El himno de la kenosis: vaciarse para amar

En la carta a los Filipenses, Pablo cita lo que probablemente fue uno de los primeros himnos cristianos. Dice que Cristo, “siendo de condición divina, no consideró un privilegio aferrarse a su divinidad, sino que se vació a sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres, y apareciendo en figura humana se humilló hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2,6-8).

La palabra clave aquí es kenosis: vaciamiento. Un Dios que no se aferra a sus prerrogativas, que no se sostiene en su poder, que no utiliza su condición divina como escudo. La lógica de Cristo es la contraria: despojarse, rebajarse, hacerse siervo. Este texto es una bofetada a cualquier espiritualidad obsesionada con los privilegios, los honores o las jerarquías. Si Dios mismo se vacía, ¿qué sentido tiene un cristianismo que busca reconocimientos, títulos o privilegios de poder?


La paradoja de la exaltación

El himno continúa: “Por eso Dios lo exaltó y le dio el Nombre sobre todo nombre” (Flp 2,9). La exaltación no viene por acumular, sino por renunciar; no es fruto de imponerse, sino de entregarse. La gloria no se revela en un espectáculo de poder, sino en la coherencia de un amor que llega hasta el final.

Este movimiento —descenso y luego exaltación— rompe nuestras categorías. Nos obliga a revisar cómo entendemos el éxito, la grandeza y la gloria. En un mundo donde “triunfar” significa acumular dinero, fama o influencia, el himno de Filipenses recuerda que lo divino se revela en lo contrario: en renunciar para dejar espacio al otro.

El Hijo levantado: la cruz como signo de vida

El evangelio de Juan, por su parte, pone en boca de Jesús una imagen sorprendente: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15).

Ser levantado en el evangelio de Juan es una ironía profunda: significa, al mismo tiempo, ser elevado en la cruz y ser exaltado en la gloria. No son dos momentos separados: la cruz es la gloria, porque es ahí donde se revela hasta qué punto Dios se solidariza con la humanidad.

Y de inmediato viene la frase más citada (y quizá más trivializada) de todo el evangelio: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

Pero lo verdaderamente disruptivo aparece en el versículo siguiente: “Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,17). Jesús mismo subvierte la idea de la retribución, no existe una condena, sino un perdón eterno a través de la cruz. Ya no es una religión de la condena, sino de la gracia, el regalo inmerecido.

El fin de la religión del castigo

Aquí se juega un giro radical: Dios no envía a Jesús para condenar. No viene como fiscal, ni como verdugo, ni como juez implacable. Viene para salvar. Esto choca con siglos de interpretaciones religiosas centradas en el miedo, en el castigo, en la condena. Muchas comunidades han levantado sistemas de control basados en la culpa: “Si no crees, te condenas; si no obedeces, eres expulsado; si no encajas, quedas fuera.” Pero Juan afirma lo contrario: el corazón del envío de Jesús no es la condena, sino la salvación.

Esta salvación no se entiende como evasión del mundo, sino como transformación de la vida. La cruz no es un billete de salida hacia otra realidad, sino el signo de un Dios que elige entrar hasta el fondo en la historia humana, incluso en su dolor más absurdo, para transformarlo desde dentro.

Kenosis y salvación: una espiritualidad alternativa

Ambos textos se iluminan mutuamente:

  • Filipenses nos muestra un Dios que se vacía.
  • Juan nos muestra un Dios que no condena.

El resultado es una espiritualidad profundamente alternativa: una fe que no busca privilegios ni jerarquías, que no necesita condenar para afirmarse, y que entiende que lo divino se manifiesta precisamente en lo humano, lo vulnerable, lo frágil.

Frente a un cristianismo de poder —que quiere tronos, catedrales y privilegios—, estos textos proponen un cristianismo de servicio y renuncia. Frente a una religión del castigo, abren el horizonte de la gratuidad y la salvación como regalo.

Conclusión

La kenosis de Filipenses y el amor sin condena de Juan nos recuerdan que el cristianismo auténtico no se mide en ritos ni en dogmas, sino en la capacidad de reproducir ese mismo movimiento en nuestra vida: vaciarse para amar, entregarse para salvar, renunciar al privilegio para abrir espacio al otro.

Quizá, al final, creer en Jesús no sea otra cosa que atreverse a vivir como él: confiando en que la verdadera exaltación pasa siempre por el descenso.

Para reflexionar

  • ¿Qué imagen de Dios sostenemos en la práctica: la del juez que condena o la del siervo que se entrega?
  • ¿Nuestra fe nos hace más poderosos o más capaces de vaciarnos para que otros vivan?
  • ¿No será que hemos convertido la cruz —símbolo de renuncia— en un trofeo para justificar sistemas de poder?

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