En un mundo donde casi todo se nos ofrece “fácil” y “rápido” —desde la comida hasta la espiritualidad—, hablar de compromiso y renuncia suena extraño. Nos hemos acostumbrado a mensajes que prometen comodidad, prosperidad o soluciones inmediatas, incluso dentro de la fe. Pero, ¿qué pasa cuando descubrimos que el evangelio de Jesús no se vende como una oferta atractiva, sino que exige un costo real?
El evangelio no maquilla la verdad: seguir a Jesús no es una experiencia superficial ni un camino de beneficios personales. Es una decisión profunda, que pide replantear nuestras seguridades y prioridades. Y uno de los textos que lo expresa con mayor claridad y radicalidad es Lucas 14:25–33, donde Jesús enfrenta a las multitudes con la pregunta decisiva: ¿están dispuestos a cargar la cruz y renunciar a todo para ser sus discípulos?
La multitud y la confrontación
Lucas nos dice que una gran multitud seguía a Jesús. Y aquí está el primer detalle importante: ¿qué esperaban esas multitudes? ¿Ser alimentados por Jesús? ¿Ser sanados de sus enfermedades? ¿Una confirmación de que habían cumplido fielmente la ley? La multitud buscaba algo de Jesús, pero Jesús les confronta con otra cosa: el costo del seguimiento.
El mensaje es claro: seguir a Jesús no es barato. Es un camino de renuncia. Es un llamado a dejar aquello que nos da seguridad —la familia, los amigos, incluso la propia vida— si eso se convierte en obstáculo para vivir el Reino.
La familia en el siglo I
En el mundo del siglo I, la familia no era solo un grupo cercano de afectos como la entendemos hoy. Era la base de la identidad, la seguridad económica y social, el lugar donde se transmitía la religión, el oficio y el honor. La lealtad a la casa del padre estaba por encima de todo, y romper con ella era visto como traición.
Por eso, cuando Jesús dice que hay que “odiar” padre, madre, esposa e hijos, está usando un lenguaje radical para señalar que el discipulado no puede quedar subordinado ni siquiera al vínculo más sagrado de su tiempo.
Una nueva familia en el Reino
Lo que Jesús hace es invertir las prioridades: la lealtad principal ya no está en el clan familiar, sino en el Reino de Dios. No significa despreciar a los padres ni romper con los afectos, sino relativizar su poder absoluto.
Al seguir a Jesús se forma una nueva familia, no definida por la sangre (Mc. 3:31–35), sino por la fe y la práctica del Reino: una comunidad donde caben huérfanos, viudas, extranjeros y todos los que en la sociedad quedaban fuera.
Jesús como modelo vivo
Jesús predica con su vida lo que ahora anuncia con sus palabras. Él mismo es testimonio del Dios que se despoja de todo: no se aferra a su condición divina, renuncia a los privilegios, deja atrás a su familia y entrega su vida en la cruz.
Por eso, Jesús no es solo el mensaje, sino el modelo vivo de lo que predica. Esa es la ética del Reino: cuando no solo se anuncian palabras, sino que la vida misma se convierte en predicación.
La renuncia al ego
Uno de los puntos más radicales del evangelio es la renuncia al ego. Pero no se trata de una renuncia ascética que busca un nivel más alto de espiritualidad individual. Es una renuncia movida por el amor al prójimo. El discipulado es vaciarse de uno mismo para abrir espacio al otro: compartir el pan, entregar la vida, amar hasta que duela.
Jesús, además, invita a pensarlo dos veces antes de seguirle. Como el constructor que calcula si puede terminar la obra, como el rey que calcula si puede ganar la guerra. El discipulado no se improvisa, se planea a largo plazo. Y ese camino, nos advierte Jesús, muy probablemente termine en cruz.
Jesús no suaviza el mensaje, no hace mercadotecnia religiosa. Lo dice sin adornos: “el que quiera seguirme debe estar dispuesto a dar la vida por los demás”. El evangelio no es “Dios te va a dar todo lo que deseas”, sino “estás llamado a renunciar a lo que tienes para que el otro viva”. Una fe sin renuncia no transforma; solo se convierte en una religión cómoda y superficial.
Una pregunta que incomoda
Seguir a Jesús nunca ha sido un camino fácil. Él no nos promete comodidad ni aplausos, sino la libertad de vivir para el Reino, aun cuando eso implique renunciar a seguridades, privilegios o afectos que nos atan. Hoy, la invitación sigue en pie: pensar si queremos ser parte de la multitud que solo busca milagros y consuelo, o de los discípulos que se atreven a caminar tras Jesús hasta las últimas consecuencias. Y nuevamente podemos preguntarnos ¿Estamos dispuestos a seguir a Jesús?