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Apocalipsis

Una visión de esperanza en tiempos de tribulación

Reflexión sobre Apocalipsis 7:9–17

El libro del Apocalipsis suele parecernos enigmático, difícil de descifrar e incluso desconcertante. Sin embargo, cuando nos detenemos a leerlo con atención, descubrimos que no fue escrito para sembrar temor, sino para sostener la esperanza. En el capítulo 7, versículos 9 al 17, encontramos una visión profundamente consoladora que vale la pena releer con calma.

Este pasaje fue dirigido a comunidades que vivían bajo persecución, marcadas por el dolor, la incertidumbre y la angustia. En medio de ese contexto oscuro, se alza como una proclamación de consuelo y resistencia: el sufrimiento no tiene la última palabra, porque el Cordero guía a su pueblo hacia la vida.

Una multitud sin fronteraras

La visión de Juan comienza con la imagen de una Iglesia universal; es decir, una Iglesia que no distingue entre etnias, lenguas, nacionalidades ni pueblos. Es importante notar que Juan escribe en una serie de cuatro términos: naciones, tribus, pueblos y lenguas. Con esto quiere dejar claro que no hay exclusión: todo aquel que ha buscado la justicia, todo aquel que ha reconocido la voz del Pastor (Jn 10:27), forma parte de este gran encuentro con el Señor, sin importar quién sea.

Esta visión de una Iglesia universal nos da esperanza en una humanidad reconciliada, una humanidad que ha dejado de lado los dogmas y las divisiones doctrinales, para centrarse en la búsqueda de la justicia, la misericordia y la paz que Dios siempre ha anhelado. Recordemos al profeta Amós, que exhortó al pueblo a dejar los rituales vacíos y a hacer que la justicia corra como las aguas, y el derecho como un torrente inagotable (Am 5:21–24). Esta es la comunidad que ha escuchado la voz de Dios, esta es la humanidad restaurada que anhelamos ver. Todo aquel que trabaje por la justicia, la misericordia y la paz pertenece a esta gran multitud que se presenta ante Dios con vestiduras blancas y resplandecientes.

Los que han pasado por la tribulación

Recordemos que Juan escribe a una comunidad perseguida, una comunidad que arriesgaba su vida por reconocer a Dios como el único Señor. En el tiempo en que Juan escribe, el emperador era Nerón, un gobernante despiadado que desató una feroz persecución contra los cristianos de la época. Nerón exigía ser reconocido como una divinidad, y negarle adoración no era simplemente una diferencia religiosa, sino una declaración de rebeldía política, un acto considerado como traición al imperio.

El evangelio de Jesucristo es un camino que incomoda, un camino que no se adapta al status quo. Es el camino que conduce a la cruz. Por eso, una Iglesia que sigue fielmente las enseñanzas de Jesús será una Iglesia que camine en medio de la tribulación. El evangelio de Jesús coloca la dignidad de las personas por encima de cualquier estructura, por encima de cualquier rito o tradición.

           Al mismo tiempo, el evangelio de Jesús se identifica con los que sufren. No los ignora, no los pasa de largo: los ve, los toca, los levanta del polvo. En medio del dolor, podemos encontrarnos con el Jesús crucificado; el Dios que no observa desde lejos, sino que se duele con nosotros. En la cruz descubrimos a ese Dios que consuela, que acompaña, que levanta, y que lava nuestras ropas con su propia sangre.

Lavar las ropas en la sangre del Cordero: la salvación como compromiso

¿Cómo es que Jesús lava nuestras ropas? Juan nos dice que es a través de su sangre. Pero el costo de esa sangre fue muy alto. Jesús se enfrentó a un sistema opresivo, a una religión que anteponía los ritos a las personas, y a una sociedad que había dejado de cuidar a quienes más lo necesitaban. Fue su amor por los marginados, por los que sufrían, por los olvidados, lo que lo llevó a la cruz. Fue ese amor radical el que hizo que derramara su sangre.

La salvación viene por medio de la sangre de Jesús. Por eso, lavar las ropas en la sangre del Cordero es comprometerse con el mismo camino de Jesús: un camino de solidaridad con los crucificados de la historia. Significa vivir una fe que no se conforma con la pureza ritual ni con una espiritualidad desconectada del dolor humano, sino que se ensucia las manos en la lucha por la justicia, la dignidad y la vida. Seguir a Cristo es identificarse con su causa: la defensa del ser humano frente a todo lo que lo oprime.

No hay dolor invisible para Dios

No hay dolor invisible para Dios, el al final enjugará nuestras lagrimas. Al final Juan recalca que el cámino y el sacrificio no ha sido en vano, Dios se identifica con nosotros, nos mira con amor, nos abraza y enjuaga nuestras lagrimas. Es el consuelo que finalmente nos brinda Dios por haber permanecido. 

El mundo está herido, el sufrimiento es real en la vida de las personas. Pero Dios nos invita a consolarnos, a dar una palabra de esperanza para aquel que se ha dado por vencido. Dios nos consuela y nos invita a consolar, Dios nos justifica y nos invita a protestar contra la injusticia de este mundo, Dios nos da paz y nos invita a ser constructores de esa paz. Me gustaría terminar con estas palabras del teólogo Jürgen Moltmann:

Aquel a quien Dios ha justificado protesta contra la injusticia. Aquel a quien Dios infunde la paz en el corazón no puede ya resignarse a la hostilidad en el mundo sino que resiste y espera la paz en la tierra. La injusticia y el sufrimiento adquiere sentido a medida que nos declaramos inconformes con ellas. La fe y la esperanza en la justicia de Dios son el aguijon para no rendirse y para combatir la injusticia y el sufrimiento donde y como se pueda.1

Este pasaje del Apocalipsis no es un anuncio del fin, sino una invitación a no rendirse. A confiar en que, aún en medio de la tribulación, hay un horizonte de restauración y vida. Y que no estamos solos: el Cordero va con nosotros.

  1. Jürgen Moltmann, El camino de Jesucristo: Cristología en dimensiones mesiánicas (Salamanca: Sígueme, 2000), 259. ↩︎

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